La Señora María Chicote

Doña María Chicote - Foto de Antonio Tepedino
Escrito por el fallecido abogado,
político, escritor (Hacia el valle de los chaimas) y caripero, José
Angel Ciliberto, rescatamos esta crónica dedicada a la señora María
Chicote, un personaje por de más entrañable y popular en el Caripe de
antaño. En este artículo tomado de un recorte de periódico, donde su
autor relata vivamente el sentir y el trascurrir de la vida en Caripe,
la eterna lucha del apego al pueblo y la imperiosa necesidad de buscar
el progreso fuera de el.
Asi describe el relato...
" En estos momentos, cuando libro dura
pelea contra la indecencia que pretende apoderarse de la vida política
del país, me llega la triste noticia de que la señora María Chicote
falleció en mi pueblo natal, Caripe, el de las altas montañas verdes, de
los florecidos bucares rojos y de las orquídeas multicolores, siempre
bañadas de gotas de cristalina roció madrugador.
Era una mujer indisolublemente ligada a
mi infancia. Por eso la recuerdo con afecto y con nostalgia. De niño, a
su casa iba casi todos los días a desayunar con empanadas -las más
sabrosas del pueblo- casabe y guarapo de borra. Solía hacerlo no sentado
en mesa alguna, sino caminando y conversando con Reynaldo, hijo suyo y
de mi misma edad, o escuchando los cuentos del señor Domingo Rodríguez,
su dicharachero marido, viajero trashumante, por la montaña, hacia
Catuaro y el muelle de Cariaco, transportando café, papelón o los
deliciosos dulces que las expertas manos de la señora Maria
confeccionaban con destreza y sazón inigualables.
Pero no sólo eran las empanadas y los
dulces y la camaradería con Reynaldo lo que me llevaba con afectuosa
frecuencia casa de la señora Maria Chicote, sino cambien la infinita
dulzura contagiosa de su pausado hablar cautivador. Para mí, como para
otros muchachos del pueblo, ella y su casa eran remanso de paz, y sobre
todo, refugio seguro cuando la severidad hogareña, alentada por el
abuelo calabrés, me perseguía con empeño para castigar una cualquiera de
las travesuras en que solía incurrir la impulsividad de mi Infancia
turbulenta.

Antigua casa de doña María Chicote - Foto de Antonio Tepedino
A la puerta de su casa se estacionaba erguida y seria como una exigente maestra de escuela, y era trinchera inexpugnable para todos los querían incursionar en el interior del hogar en procura del muchacho 'bolero', que se había "robado" una panela para ir al rio a jugar, en la poza de Martorano, el apasionante Pancho Jolo. Quizás ahora los muchachos de Caripe no sepan quién fue la señora María Chicote y cómo y de qué manera se metió en nuestras vidas limpias, afanosas de aventuras juveniles, que constituían la antesala de las más variadas esperanzas.

Yo recuerdo, como si lo estuviese
viviendo ahora, cuando a ella acudí para mostrarle el telegrama que mi
padre nos había enviado desde Caracas y en el cual nos participaba que
la familia - mi madre, mis hermanas y yo- debíamos venirnos a Caracas
dentro de muy pocos días. Ante ella llegué jadeante atropellándome con
las palabras en la boca le participé la buena nueva, que ella saludó
como una excepcional oportunidad para mí, puesto que en la capital de la
República estaban a la mano todas las posibilidades para moldearme bien
y hacerme, como gustaba decir, 'un palo de hombre". Y se nos iba el
tiempo, sentados Reynaldo y yo en un estrecho banco que estrechaba la
cocina, y ella afanosa y apegada al fogón de ardientes candiles,
imaginando a Caracas, que no conocíamos ninguno de los un contertulios.
Ni tampoco el señor Domingo - quien solía presentarse de improviso en
las largas tertulias- pero puesta su palabra a volar en alas de su
imaginación, parecía un minucioso cronista de la ciudad, todavía de los
"techos rojo".
Y también grabado está en mi memoria,
con caracteres indelebles, el día de la despedida. En recua partimos del
pueblo, cuando el sol aún no se había levantado. Yo, junto con Luis
Antonio Peinado adelante, caballero en un "macho" caminador. Mi madre y
mis hermanas detrás. Las más pequeñas, en sendas "mares" al lomo de una
mula, mansa y guapa y conocedora del camino. Obligatoriamente teníamos
que pasar por delante de la casa de la señora Maria Chicote, porque
vivíamos en la misma calle, dos cuadras más arriba, es decir, hacia
Concha de Coco. Estaba en la puerta de su hogar, blanco pañuelo arrugado
entre sus mataos y poblados de lágrimas sus maternales ojos Reynaldo a
su lado, cabizbajo, asido a ella como un juvenil bejuco enredador.
Al verlos allí, en afectuosa actitud de
despedida, bajé presuroso de la cabalgadura y me eché en sus brazos,
lloroso y compungido. Pero supe escuchar sus buenos consejos: pórtate
bien, hijo; estudia, estudia mucho y nunca olvides a esta vieja - no lo
era, en realidad- que siempre te ha querido mucho. Y de vez en cuando,
por favor, escríbenos. Me zafé de la afectuosa apretura de sus brazos,
volví a montar el robusto "macho" y cuando cruzábamos la esquina para
enrumbarnos hacia Amanita, vi un pañuelo blanco que se agitaba en una
mano delgada y fuerte, por hacendosa, y divisé sus lágrimas, maternales y
dulces, como el agua pura del rio Chiquito".

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